La Regla Monástica
LA
REGLA MONÁSTICA de San NILO DE SORA
INTRODUCCIÓN[i]
San Nilo de Sora se
inserta en el movimiento de renovación que se lleva a cabo en la Iglesia Rusa
durante el siglo XVI. Nacido hacia 1433, muy joven entra en el Monasterio de
San Cirilo de Bielozersk. No poseemos una cronología precisa de su vida.
Sabemos que fue como peregrino al Monte Athos, costumbre muy común entre los monjes
rusos coetáneos. La Santa Montaña era por entonces el principal centro de
irradiación de la Tradición hesicasta; Nilo se interioriza en ella a través del
estudio de los Santos Padres. Vuelto a Rusia, pronto deja su monasterio en
busca de una mayor soledad, estableciéndose en las márgenes del Río Sora donde,
pese a sus deseos, se le unen los primeros discípulos con quienes forma una hermandad
de oración y trabajo sin estructura externa, al modo de las pequeñas
comunidades que había conocido durante su estancia en el Monte Athos.
En 1503, participa del
Concilio que se reúne para tratar sobre los bienes materiales de los monasterios.
Se enfrentaban en definitiva dos concepciones de la vida monástica, en forma semejante
a lo ocurrido en Occidente en el S. XI con Cluny y Citeaux. Para San Nilo, los monasterios
no deben tener posesiones: los monjes deben vivir en soledad y del trabajo de sus
manos. Los miembros de sus comunidades vivían en pequeñas casas que rodeaban
una capilla de madera; sus discípulos nunca lo llamaron Maestro o Abad, sino
que todos se llamaban amigos. La otra figura del Concilio era San José de
Volokolamsk, quien veía necesarias las propiedades y los bienes que poseían los
grandes monasterios basilianos, pues de ese modo podían realizar las obras de
enseñanza y caridad que venían efectuando. La reforma de los monasterios -él la
hizo en el suyo- se llevaría a cabo mediante una estricta obediencia y una severa
pobreza individual que excluyese todo peculio, personal. Nilo murió hacia el
1508. Su visión puramente interior del monacato no se impuso. Sus últimos
discípulos fueron dispersados entre 1553 y 1556. Pero su doctrina y su trabajo de
erudición quedaron presentes en la espiritualidad rusa. En el s. XVIII, Paissy
Velitchkhovsky, el recopilador de la Filocalia, es notablemente influenciado
por sus escritos. Su reforma es una síntesis de éstos y de la tradición
basiliana, la cual en época de San Nilo y San José no se pudo llevar a cabo. En
la elección de los textos que forman la Filocalia, sigue con preferencia los
citados por Nilo, quien había realizado un verdadero trabajo crítico para
determinar la autenticidad de manuscritos.
Según Bouyer “es el
primer autor ruso en el que encontramos afirmada la importancia no sólo de la
reflexión personal, sino de un sentido crítico agudo, al servicio mismo de la
autenticidad espiritual” [ii]
Su “Regla Monástica” es
el resultado maduro e interiorizado de su estudio de los Padres. En su lectura
debemos tener en cuenta la concepción de la vida monástica de Nilo: no da a sus
monjes un orden, externo, como el requerido, para la vida cenobítica. Su primera
preocupación es facilitar el camino que lleva a la unión con Dios. La vida
austera que propone, en la cual el trabajo es la única penitencia prescrita,
debe asimismo orientarse a la contemplación. Por esta razón, centra la praxis
del monje en el combate con los “logoismoi” para alcanzar esa quietud, la
apátheia evagriana, donde el hombre “ve a Dios”, incorporando la vida práctica
de forma esencial en la vida de oración. “Los actos de virtud y el cumplimiento
de los preceptos vienen a ser parte de la oración; resulta que ora sin cesar el
que a las obras debidas une la oración y a la oración une las obras
convenientes” [iii],el
hombre - dirá San Nilo- colabora así con el trabajo de Dios. Pero la oración
misma no es fin en sí misma: se reza con el “corazón”, haciendo del centro más
íntimo de la persona un tabernáculo adecuado que late con el latido de Dios,
para vivir sólo de Él: “porque el alma, cuando por esta operación espiritual es
conducida a todo lo que es divino y a través de esta unión llega a ser como
Dios, iluminada en sus movimientos por la luz de lo alto, y cuando se permite a
la mente que goce de antemano de la beatitud, entonces se olvida de sí misma y
de todas las cosas terrenas, y nada puede afectarla”[iv].
La oración es un acto
de fe por el cual el hombre, que conoce en la contingencia de su ser la obra
magnífica que obra Dios en él, se atreve a llamarlo “Padre”, incorporándose al
misterio de anonadamiento del Hijo Único, del Amado.
San Nilo termina su
Regla “para principiantes” con unas expresiones que, aunque no textualmente,
nos recuerdan las usadas por san Benito en el Capítulo 73; en ambos se da esa mirada
sobre la doctrina de los Padres, sobre la tradición viva y vivificante, como
sobre el camino seguro que debemos tomar para dirigirnos hacia Aquel que nos
llamó.
TEXTO[v]
PRÓLOGO
De los escritos de los
Santos Padres sobre la “actividad mental”. En qué consiste su utilidad y cuán
celosamente debemos tratar de conseguirla.
Muchos de entre los
Santos Padres han hablado de la “actividad del corazón”, la “guarda del espíritu”
y la “concentración mental”, usando cada cual las palabras que les fueron
inspiradas por la divina gracia, pero una sola cosa debe entenderse en estas
expresiones ya que los escritores, ante todo, recibieron aquellas divinas
palabras: “los malos pensamientos que manchan al hombre vienen del corazón, por
eso es necesario purificar el vaso interior y adorar a Dios en espíritu y en
verdad”. Dice san Agatón: “La actividad del cuerpo es como una hoja; la
actividad interior -esto es el trabajo espiritual- es el fruto”[vi].
Las declaraciones de
los santos sobre esto son terribles: “Todo árbol que no da buen fruto, debe ser
cortado y echado al fuego” [vii].
Y los Padres dicen aun que si las oraciones son pronunciadas por los labios,
pero el espíritu permanece negligente, es como orar al aire, puesto que Dios
escucha al espíritu. El gran Barsanufio [viii]
decía: “Si la actividad interior no fortalece al hombre con la ayuda de Dios,
sus trabajos exteriores habrán sido en vano”. Y San Isaac [ix]
escribe: “La actividad del cuerpo sin la del espíritu, puede compararse a
pechos secos o entrañas estériles, pues la sabiduría de Dios no llega hasta
ella”. Muchos de los Padres hicieron parecidas observaciones y todos están de
acuerdo sobre este punto. El bienaventurado Filoteo del Sinaí [x]
describe a ciertos monjes que, debido a su falta de experiencia, se conforman
con hacer obras buenas sin saber nada de las luchas espirituales, victorias y
derrotas, y por eso descuidan la mente; y nos aconseja orar por ellos y
enseñarles que, mientras se cuidan de cometer malas acciones, purifiquen la
mente, pues ésta es el ojo del alma.
En el pasado, los
Santos Padres vivían como eremitas en la soledad del desierto y esto los mantenía
en una sujeción espiritual por la cual conseguían la gracia y la pureza del
alma. Pero esta disciplina también era seguida por los monjes que llevaban vida
de comunidad, y aun por aquellos que no se habían retirado del mundo sino que vivían
en grandes ciudades, como Simeón el Nuevo Teólogo [xi] y
su staretz, Simeón Estudita [xii],
del gran monasterio de Studion, en una ciudad tan grande y populosa como
Constantinopla y cuyos dones espirituales brillaban como astros.
El bienaventurado
Hesiquio de Jerusalén[xiii],
dice: “Así como es imposible vivir sin comer ni beber, también es imposible
obtener nada espiritual sin la guarda de la mente (también llamada
‘sobriedad’), aun para aquellos que se esfuerzan por evitar el pecado por miedo
al sufrimiento del infierno”.
La técnica de esta
exquisita y luminosa actividad, según Simeón el Nuevo Teólogo, es aprendida por
muchas almas mediante la instrucción, pero algunas, gracias a su ardiente fe,
la reciben directamente de Dios.
Lo mismo afirman San
Gregorio del Sinaí[xiv]
y otros Padres, los cuales declaran que no es fácil encontrar un maestro seguro
y digno de confianza que guíe al alma en esta maravillosa actividad. Tal
maestro, según ellos explican, debe tener experiencia, sabiduría basada en la Sagrada
Escritura y discreción espiritual. Si en ese tiempo ya era difícil encontrarlo,
en nuestra época estéril debe buscarse con mucha más diligencia aún.
Sin embargo, si ese
maestro no puede encontrarse, entonces debemos volvernos a las Sagradas
Escrituras, como lo mandan los Santos Padres, y oír al mismo Señor que nos
habla: “Estudia las Escrituras y encontrarás en ellas la vida eterna”[xv].
Pues los santos que han trabajado físicamente y se han ejercitado en la viña de
su alma purificando sus mentes de la sensualidad, han encontrado al Señor y han
alcanzado la sabiduría espiritual. En cuanto a nosotros, inflamados en deseos,
debemos conducir las aguas de vida desde las fuentes de los divinos escritos
que apagarán el fuego de nuestra concupiscencia y nos guiarán hacia la posesión
de la verdad. Yo, aunque soy un pecador apegado a mi insensatez, me he dedicado
a las santas Escrituras siguiendo el consejo de los Padres inspirados por Dios
y, como un cachorro que levanta las sobras de debajo de la mesa, he recogido
las palabras pronunciadas por esos Santos Padres y las he escrito para que nos
recuerden que, en alguna medida, debemos ser sus imitadores.
1. De las batallas sostenidas contra
uno mismo, de nuestras derrotas y nuestras victorias, y de cómo las pasiones
deben ser enérgicamente resistidas.
Los Padres describen
una cantidad de conflictos en los que el alma se ve envuelta, con sus victorias
y sus derrotas. Primero viene el asalto de los pensamientos y de la
imaginación, luego la unión con ellos, después la aceptación, luego la esclavitud
y finalmente la pasión”[xvi].
El asalto, dicen los
Padres Juan Clímaco[xvii],
Filoteo del Sinaí y otros, es un simple pensamiento[xviii]
o imagen que se refiere a cualquier objeto o acontecimiento; entra en nuestro corazón
y se presenta a nuestra mente; Gregorio del Sinaí dice que ese pensamiento está
inspirado por el demonio al sugerir que hagamos esto o aquello, de la misma
manera que tentó al Señor, al mandarle que cambiara las piedras en pan. En
otras palabras, es un pensamiento común que pasa en forma fugaz por nuestra
mente. Este pensamiento, dicen los Padres, no es pecado, pues para nosotros es
imposible librarnos de los pensamientos o imaginaciones inspiradas por el
demonio. Los privilegiados que permanecen inmutables, son aquellos que han
hecho grandes progresos en la perfección aunque algunas veces se sienten afligidos
por lo mismo.
“Conjunción” o
“intercambio” ocurre según los Padres cuando un pensamiento o imagen ha sido
sugerido por el demonio y el hombre voluntariamente entra, con o sin pasión, en
conversación con él. En otras palabras, cuando considera y reflexiona sobre un
pensamiento que puede llegar a entrar en su mente. Este intercambio, dicen los
Padres, a veces es pecado; sin embargo, da la ocasión de ganar mérito si se lo
discrimina aceptando la solución agradable a Dios. Si no detenemos el primer
impulso del mal pensamiento, sino que empezamos a entretenernos con él, el
enemigo nos hace pensar en él con pasión; comencemos, entonces a luchar por
cambiarlo por uno bueno. Cómo debe hacerse, lo explicaremos más adelante con la
ayuda de Dios.
A la “aceptación” los
Padres la describen como la inclinación voluptuosa del alma hacia el pensamiento
o imagen que se ha presentado, es decir, que después de haber recibido la inspiración
del demonio, no solamente entramos en conversación con ella sino que decidimos,
de alguna manera, aceptar las condiciones sugeridas por nuestro adversario para
que lleguen a ser una realidad. El grado de culpa en cuanto a esta aceptación, dicen
los Padres, se juzgará de acuerdo al estado de adelanto espiritual que el alma
haya alcanzado. Si una persona está progresando y goza de la divina asistencia
manteniendo el recogimiento, y sin embargo es perezosa y negligente para
rechazar los malos pensamientos, no dejará de pecar. Pero el que todavía es
inexperto y sólo puede hacer esfuerzos muy débiles para apartar estas imágenes
y, por lo tanto, las acepta momentáneamente pero enseguida confiesa a Dios su
pecado, arrepentido, acusándose a sí mismo, esa persona será perdonada por Dios
que se apiada de su humana debilidad. De acuerdo con los Padres, esta clase de
aceptación mental, significa que el hombre fue derrotado en contra de su
voluntad mientras luchaba con los pensamientos dañinos, pero que estaba
firmemente resuelto, en el fondo de su alma, a no pecar y a abstenerse de toda
mala acción. Pero por otro lado, a menudo ocurre que el hombre acepta voluntariamente
los pensamientos inspirados por el enemigo, entra en conversación y es derrotado
por ellos y luego, abandonándose a la pasión, se decide a pecar. Ahora bien, si
ocurre que este hombre, por circunstancias de tiempo o lugar o por cualquier
otro obstáculo, es impedido de llevar a cabo su intención, lo mismo su pecado
es grave y sujeto a excomunión.
En cuanto a la
“esclavitud”, puede ser, o bien por una involuntaria desviación del corazón, o por
una permanente atracción hacia algunos pensamientos peligrosos, siendo esto lo
más perjudicial para nuestro noble propósito.
Lo primero -esto es la
desviación involuntaria- sucede cuando la mente es captada por un pensamiento o
imagen y es llevada a reflexiones maliciosas en contra de la voluntad pero reacciona
con la ayuda de Dios. Lo segundo ocurre cuando, arrastrados como por una tormenta,
somos llevados lejos de nuestras buenas disposiciones a imaginar lo malo y
somos incapaces de volver a la paz y a la tranquilidad. Esto es, a menudo,
ocasionado por las vanas conversaciones y relaciones inútiles.
La primera clase de
fascinación se juzga si es que ha ocurrido durante la oración o fuera de ella y
si está inspirada en pensamientos que son intrínsecamente malos o si son sólo pensamientos
de condición inferior. Si la mente se siente esclavizada durante la oración por
malos pensamientos, es un serio pecado porque durante este tiempo debemos
mantener nuestra atención en la plegaria, huyendo de toda otra idea. Pero si la
distracción se produce fuera del tiempo de oración y se refiere a asuntos
necesarios para nuestra existencia, no es pecado, pues los mismos santos
realizaban las acciones necesarias para vivir. No importa cuáles sean nuestros
pensamientos, dicen los Padres, porque si la mente está en una disposición
piadosa, está con Dios. A pesar de todo, debemos rechazarlos.
La segunda forma de
esclavitud -esto es la pasión- es cuando un pensamiento logra anclarse en el
alma y por la fuerza del hábito llega a formar parte de la naturaleza del
hombre. Él mismo lo eligió, y luego estará continuamente inquieto por
pensamientos inspirados por el enemigo. Una imagen que ejerce sobre el alma
agitada, una y otra vez, queriéndolo o no, una, especial atracción sobre, todas
las otras imágenes, continuará presentándosele hasta llegar a la derrota
espiritual. Esto ocurre cuando el hombre, por negligencia, se ha dejado llevar
por este pensamiento y ha entrado en conversación con él; es decir que
voluntariamente ha dado entrada a pensamientos inconvenientes. Este es un
pecado que conduce, o a un arrepentimiento proporcional a su gravedad, o a los
tormentos de la vida futura, lo cual significa que debemos arrepentirnos y
rogar que el Señor nos libre de esta perturbación, puesto que nuestro futuro
castigo será en proporción a nuestra falta de arrepentimiento y no por e1 hecho
de haber sido asaltados por las tentaciones. De otro modo nadie podría ser perdonado
a menos que fuera perfectamente impasible[xix].
Cuando un hombre es
atacado por una pasión debe resistir vigorosamente y del modo que describiremos
al hablar de la lujuria. Si es asaltado por la pasión hacia alguna persona,
debe eludir a esa persona, aplicando esto a su presencia, conversación, el
contacto con sus vestidos y aun su mismo perfume. El que no siga esta regla caerá
en la tentación y cometerá fornicación en su mente, encendiendo el fuego de la
sensualidad y permitiendo que entren en él, los pensamientos impuros como
bestias feroces.
2. De la lucha contra las tentaciones
de la mente, que deben ser vencidas con el pensamiento de Dios con la guarda
del corazón, esto es, con la oración y el silencio espiritual. Y algo más sobre
dones espirituales.
Los Padres aconsejan
enfrentar el ataque con una resistencia igual a la fuerza del mismo, tanto si
hemos de triunfar como si hemos de ser derrotados. Dicho de otra manera,
debemos luchar contra los malos pensamientos con todas las energías de que
somos capaces porque obtendremos la corona de vida o seremos conducidos al
tormento: la corona para los vencedores, el tormento, para los que han pecado y
no se han arrepentido.
Un medio sabio y
excelente para luchar, según nos dicen los Padres, es arrancar el pensamiento
que aparece al primer impulso del ataque. También nos aconsejan orar continuamente,
porque al resistir desde el principio, suprimimos todas las consecuencias. Un hombre
que lucha de este modo, con prudencia, aleja la madre de todo mal, esto es, el
ataque pernicioso. Debe tratar, especialmente, de volver su mente sorda y muda
en la oración, como dice Nilo del Sinaí[xx],
manteniendo el corazón silencioso y apartado de todo pensamiento, aunque sea
bueno, porque después de los buenos vienen los pensamientos apasionados, como lo
muestra la experiencia, ya que los últimos entran gracias a los primeros. Por
esta razón, debernos mantener nuestra mente en silencio, alejada aun de los pensamientos
que parecen ser legítimos. Contemplemos la profundidad de nuestro corazón[xxi]
diciendo: “Señor Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí”[xxii].
En algunos momentos deberemos repetir sólo una parte de esta oración: “Señor
Jesús, ten piedad de mí”. Luego, resumiendo, decir: “Hijo de Dios, ten piedad
de mí”. Pues de acuerdo a Gregorio del Sinaí, así es más fácil para los
principiantes.
Sin embargo, en esto
debe seguirse un orden y no hacer muy frecuentemente estas alternancias. En
nuestros días, los Padres añaden otra frase: “Señor Jesucristo, ten piedad de mí,
pecador”. Esto es conveniente y apropiado para nosotros pecadores. Recita la
oración atentamente, de esta manera: de pie, sentado o reclinado. Encierra tu
mente en tu corazón, moderando tu respiración hasta llegar a respirar tan
lentamente como sea posible (de acuerdo a las enseñanzas de Simeón el Nuevo
Teólogo y Gregorio del Sinaí). Pide a Dios con ardiente deseo y con paciente
esperanza, rechazando todo pensamiento[xxiii].
Los santos nos enseñan
a abstenernos de respirar rápidamente porque, como lo demuestra la experiencia,
este ejercicio es más efectivo para controlar la mente. Sin embargo, si eres incapaz
de orar sin pensamientos en el silencio de tu corazón y te das cuenta de que aumentan,
no te desanimes sino más bien continúa orando en la seguridad de que los que estamos
perturbados por la pasión, tendremos dificultad para vencer los malos
pensamientos.
Gregorio del Sinaí,
dice que ningún principiante puede controlar su mente y rechazar los pensamientos
que lo asaltan sin la ayuda de Dios. Es privilegio de los fuertes mantener su mente
controlada y desviar la imaginación, y aun así ellos no desvían los ataques con
su propia fuerza sino con la asistencia de Dios y armados con su gracia.
Si vislumbras la
impureza de los espíritus malignos en las representaciones de tu mente, no temas
ni vaciles y, aunque te parezcan buenos, no les prestes atención, sino llama a
Jesucristo en tu ayuda, reprimiendo enérgicamente tu respiración y recogiendo
tu mente en tu corazón, fortaleciéndote con Él, suplicándolo con frecuencia e
insistentemente, y las imaginaciones desaparecerán abrasadas invisiblemente por
el Nombre Divino. Pero si estos pensamientos continúan atormentándote, entonces
puesto de pie ora contra ellos y retoma tus ejercicios con decisión. Cómo debes
orar contra tus pensamientos, lo describiré enseguida, con la ayuda de Dios.
Si a pesar de estos
ejercicios los pensamientos aumentan y se multiplican, y tu mente es incapaz de
defender tu corazón, debes recitar una oración vocal con intensa aplicación y paciencia.
Y si te sientes perezoso y fatigado, entonces llama a Dios en tu ayuda y
oblígate a ti mismo a seguir orando con todas tus fuerzas, no abandonando tu propósito,
y las imágenes te dejarán inmediatamente, con la ayuda de Dios.
Cuando te hayas
liberado de estos engaños, escucha una vez más a tu corazón y ora con el corazón
o con la mente, porque aunque hay muchos ejercicios buenos, el bien de otros es
parcial y la oración del corazón es la fuente de todo bien que renueva el alma
semejante a un jardín, según Gregorio del Sinaí. Este logro -esto es, llevar la
mente dentro del corazón, libre de imágenes- es difícil no sólo para
principiantes sino aun para almas experimentadas, si es que éstas no han
recibido todavía ni han conservado la dulzura de la oración en el corazón a través
de los efectos de la gracia. Y sabemos por experiencia que para las almas
débiles es todavía más arduo y penoso. Pero el que ha adquirido la gracia, ora
fácil y amorosamente, confortado por esta misma gracia. Y cuando la oración
comienza a hacer su efecto, entonces, como dice el Sinaíta, circunscribe la
mente en el corazón haciéndola gozosa y libre.
Sin embargo, si la
mente y el cuerpo, según dicen los Padres, se cansan y el corazón comienza a
doler por el continuo esfuerzo de la permanente invocación a nuestro Señor
Jesús, entonces se puede cantar un poco, pues esto trae algo de descanso. Esta
es, en realidad, una excelente regla prescrita por sabios maestros, tanto de
los que oran en la soledad como de los que tienen un discípulo. Si tienes un
discípulo fiel, déjalo que rece los salmos mientras los escuchas en tu corazón,
pero no hagas caso de los sueños o imágenes que puedan presentarse porque te pueden
seducir. Las vagas fantasías llegan aun cuando la mente está inmóvil en el
corazón engendrando la oración, y solamente el alma que es perfecta en el
Espíritu Santo, habiendo conseguido la libertad por Cristo, puede ejercer
control sobre ellas.
Uno de los santos nos
habla de su propia experiencia para que concentremos todos nuestros esfuerzos
en la oración misma, rezando los salmos para disipar la acedia[xxiv]
o el desaliento, agregando algunos troparios[xxv]
penitenciales pero sin cantarlos. Pues “el dolor del corazón nacido de la
piedad bastará para su gozo”, dice san Marcos[xxvi],
y el calor producido por el espíritu les traerá consuelo”. San Marcos siempre nos
amonesta para que digamos el Trisagion y el Aleluya. También nos ha dado una
regla para estos ejercicios y nos aconseja orar una hora, luego leer otra y en
esta forma pasar el día. Esta es una buena práctica, dentro de las limitaciones
del tiempo y los recursos de cada monje. Puedes hacer lo que te parezca mejor,
observando las reglas dadas más arriba o practicando un constante recogimiento
que es continuar siempre con el trabajo del Señor.
Pero si tu oración se
llena de la dulzura de la divina gracia y eres consciente de su acción en tu
corazón, entonces es aconsejable que perseveres en ella. Cuando te des cuenta de
la continua acción de la oración de tu corazón, no la interrumpas ni te
levantes para cantar por temor de que te abandone por tu propia negligencia.
Pues dejar a Dios dentro de ti para
llamarlo desde fuera es
como inclinarse sobre un abismo. Además esta distracción agita la mente y la
saca del silencio, pues el silencio es la ausencia de ruido y se consigue a
través de la tranquilidad y la paz, y Dios es paz más allá de todo ruido.
Por otro lado, el que
no conoce esta oración fuente de todas las virtudes, ya que de acuerdo a la
Escala[xxvii]
riega los jardines del alma, debe practicarla cantando con frecuencia y
viviendo de acuerdo con las reglas y las normas. Pues la acción de orar en
monjes que observan silencio es distinta de los de una comunidad. En todas las
cosas hay una justa medida, según dicen los sabios. Cuando las velas de un
barco se hinchan con el viento, no hay necesidad de remos para atravesar el mar
de la pasión, pero cuando el barco está quieto hay que usar los remos o echar al
mar un bote para el pasaje.
Para aquellos que, por
espíritu de polémica, citan a los Santos Padres al referirse a la celebración
de las vigilias o a la práctica continuada del canto, Gregorio del Sinaí nos da
esta respuesta: “No todas las almas alcanzan la perfección a causa de los
defectos de la naturaleza humana, la falta de fervor, el agotamiento físico.
Pero lo que es pequeño en los grandes, no es totalmente pequeño, y lo que es
grande en los pequeños, no es absolutamente perfecto; sin embargo, no todos los
ascetas del presente o del pasado han hecho el mismo camino ni lo han seguido
hasta el fin”. A los que están progresando o viven en estado de iluminación, no
se les pide que recen los salmos, deben practicar el silencio, abundante
oración y contemplación, pues esas almas están unidas a Dios y no deben separar
su mente de El ni permitir ser perturbados, pues la mente que se aparta del
pensamiento de Dios y se entretiene en asuntos inferiores, comete adulterio.
Con palabras sublimes
referentes a estas cosas, san Isaac escribe: “Cuando el hombre es visitado por
este gozo inefable, la oración huye de sus labios, la boca y la lengua se tranquilizan,
queda silencioso el corazón, guardián de las imágenes, y la mente, guía de los sentidos,
y los pensamientos se elevan rápidamente como pájaros atrevidos remontando vuelo.
Entonces el pensamiento no gobierna a la oración ni tampoco tiene ningún
movimiento libre sino que, en lugar de instruir, es instruido por un poder que
lo mantiene cautivo. Habita en cosas inefables y no sabe dónde está”.
A esto, san Isaac lo
llama el temor y la visión de la oración, y dice que ya no es más oración pues
la mente ya no se comunica por medio de la oración, sino que es elevada más
allá de lo que puede expresarse. Al haber logrado un bien superior, se abandona
la oración, la mente está en éxtasis y no sabe si está en el cuerpo o fuera del
cuerpo, como dice el Apóstol. San Isaac dice que la oración es la semilla y
esto es la cosecha; los cosechadores se quedan pasmados ante una visión tan
indecible, que de una pobre y simple semilla haya salido tal fruto.
A esto, los Padres
llaman oración, porque este gran don tiene su fuente en la oración, y se concede
a los santos durante la oración, pero nadie sabe su verdadero nombre.
Porque cuando el alma
por esta operación espiritual es conducida a todo lo que es divino, y a través
de esta unión inefable llega a ser como Dios, iluminada en sus movimientos por
la luz de lo alto, y cuando se permite a la mente que goce de antemano de la
beatitud, entonces se olvida de sí misma y de todas las cosas terrenas, y nada
puede afectarla. Y es sabido que durante la oración se eleva sobre todo deseo,
entrando en un reino de ideas incorpóreas, inaccesibles a los sentidos.
Súbitamente el alma se llena de gozo y esta alegría incomparable paraliza la
lengua, el corazón se inunda de dulzura y mientras dura esta delicia, el hombre
es llevado inconscientemente fuera de todas las cosas sensibles. Todo el cuerpo
se penetra de tal felicidad que el lenguaje común es incapaz de describirlo, y
todo lo que es terreno aparece como ceniza y polvo. Cuando un hombre es
consciente de esta dulzura que inunda todo su ser, piensa que es sin duda el
reino de los cielos y que no puede ser otra cosa. Y en otro lugar se dice que
el que ha descubierto este gozo en Dios, no sólo no conoce la turbación de las pasiones,
sino que olvida su propia vida, pues el amor de Dios es más dulce que la vida y
el conocimiento de Dios más dulce que la miel, y el panal, y el amor nace de
él.
“Esto es indecible”,
decía san Simeón el Nuevo Teólogo; ¿qué lengua podrá expresarlo? ¿qué palabras
podrán describirlo? Ciertamente, esto es formidable y sobrepasa todo
entendimiento.
Yo contemplo una luz
brillando en mi celda mientras estoy sentado en mi camastro, una luz que el
mundo no ve. Dentro de mí miro al Creador del mundo y converso con Él y lo amo
y me alimento de Él. Estoy nutrido sólo por esta visión de Dios y me uno con
Él, y me elevo hasta el cielo. Yo sé que esto es cierto y seguro. Pero, al
mismo tiempo, ¿dónde está el cuerpo? No lo sé”. Y más adelante, hablando de
Dios, Simeón el Nuevo Teólogo dice: “Me ama y me recibe junto a Él y me
encierra en un abrazo; mientras está en el cielo está al mismo tiempo en mi
corazón, y yo lo contemplo aquí y allá”. Y dice Simeón dirigiéndose al Señor: “Esto,
oh Señor, me hace igual a los ángeles y más que ellos, pues tu sustancia es
invisible para ellos y tu naturaleza es para ellos inaccesible. Sin embargo,
para mí, eres enteramente visible y tu sustancia se une con mi naturaleza”.
Esto es lo que san Pablo describe cuando dice que “ojo no vio ni oído oyó...”.
En semejante estado ya no tengo ganas de dejar mi celda, no deseo sino
esconderme en un hoyo en lo profundo de la tierra, pues allí, apartado del mundo,
miraré a mi inmortal Señor y Creador”.
De acuerdo con este
testimonio, san Isaac: escribe: “Cuando se levanta el velo de las pasiones y el
hombre discierne con su mente esta gloria, es elevado y lleno de temor. Si Dios
no pone límites a este estado, ¿cuánto vivirá uno en él? Y si fuera permitido
que durara toda la vida, jamás querría abandonar esta visión maravillosa”. Pero
Dios en su misericordia disminuye la gracia en sus santos, por un momento, para
permitirles que se ocupen de sus hermanos con la predicación y el ejemplo, como
dice san Macario hablando de los que lograron la perfección.
Y lo ilustra de esta
manera: “Un hombre está listo para el doceavo grado de perfección, pero la
gracia disminuye y, en consecuencia, desciende y queda en el onceavo grado. A
estas almas no se les concede la medida plena para que encuentren tiempo para
atender a sus hermanos”.
Pero ¿qué diremos de
aquellos que, en su cuerpo mortal, han saboreado el inmortal alimento, que han
sido hallados dignos de recibir en esta vida pasajera una porción de las
alegrías que nos esperan en nuestra patria celestial? Estos hombres no buscan
los placeres ni las cosas de este mundo ni tampoco temen sus aflicciones y
sufrimientos pues pueden decir con el Apóstol: “¿Quién nos separará de la
caridad de Jesucristo?”.
Pero nosotros que
estamos cargados con tantos pecados y somos presa de las pasiones, somos indignos
hasta de escuchar tales palabras. Sin embargo, poniendo nuestra esperanza en la
gracia de Dios, nos animamos a conservar las palabras de las Sagradas
Escrituras en nuestra mente para que, al menos, aumente la conciencia de la
degradación en la que estamos sumergidos, de la: locura que nos arrebata
malgastando nuestros recursos en propósitos terrenos, exponiéndonos a los
peligros del mundo para obtener bienes perecederos; a causa de todo esto, nos
dejamos enredar en conflictos y desórdenes con daño para nuestras almas. ¡Y creemos
que nuestra actividad es buena y meritoria! Pero pobres de nosotros si somos negligentes
con nuestra alma y olvidamos nuestra vocación, como dice san Isaac, y si pensamos
que la vida, sus alegrías y sus penas tienen algún valor. Pobres de nosotros si
por nuestra pereza y relajación llegamos a la conclusión de que la forma de
vida, buena para los santos de otra época, no es posible para nosotros. No,
ciertamente no es así. Estas prácticas son imposibles sólo para aquellos que
están sumergidos en las pasiones por su propia voluntad, que no desean
arrepentirse sinceramente y trabajar por Dios, sino que están absorbidos por
las vanas preocupaciones de este mundo. Pero al que se arrepiente sinceramente,
Dios lo perdonará, porque Él favorece y glorifica a quien busca este objetivo con
gran amor y temor. Ten esto siempre presente ante tus ojos y obedece sus
mandamientos, viviendo en constante oración.
Es muy oportuno que
durante la noche nos ocupemos de este ejercicio espiritual porque, como dice el
bienaventurado Filoteo del Sinaí, es de noche especialmente que la mente es capaz
de purificarse. Y san Isaac enseña que la oración ofrecida por la noche es la
más saludable de todas, ya que el gozo que el penitente recibe durante el día,
tiene su origen en los ejercicios de la noche. Otros santos no son de la misma
opinión, por eso san Juan Clímaco nos instruye para que dediquemos más tiempo a
la oración nocturna y menos al canto, y si tenemos sueño, ponernos de pie para
orar.
Ahora bien, para esta
oración, las demasiadas palabras dispersan la mente y las pocas, ayudan al
recogimiento. Cuando las imágenes nos asedian, san Isaac nos aconseja volver a
la lectura o aplicarnos a algún trabajo manual como enseñó el ángel al gran san
Antonio[xxviii].
El trabajo manual o cualquier otro trabajo es más provechoso para las almas que
no han tenido experiencia de los ataques de la imaginación y, en especial, durante
la acedia. El bienaventurado Hesiquio de Jerusalén prescribe cuatro métodos
para este ejercicio mental: guardarse conscientemente del ímpetu de los malos
pensamientos; mantener el corazón profundamente silencioso, libre de toda
imagen y orar; llamar a Jesucristo en nuestra ayuda; pensar en la hora de la
muerte. Todos estos métodos, dice el Padre, vencen los malos pensamientos; a todos
se les llama “sobriedad”[xxix]
o en otras palabras, “actividad mental”. Cada uno debe elegir y luchar según su
modalidad.
3. Qué medios nos fortalecerán para
rechazar los ataques de los malos pensamientos.
Hay una manera de
fortalecernos en la lucha, descrita en todas las Escrituras, y es mantener nuestro
valor cuando estemos más ferozmente atacados por malos pensamientos, no cediendo
en las dificultades. Porque uno de los malignos inventos del demonio es
avergonzarnos al sólo pensamiento de ser derrotados por él, de modo que nos
veamos impedidos de levantar nuestros ojos a Dios, arrepentidos, pidiéndole que
nos libre del mal. Venzamos estos engaños con nuestro continuo arrepentimiento
y oración ininterrumpida, y jamás volvamos la espalda al enemigo aunque nos
hiera mil veces por día, y resolvámonos firmemente a seguir, hasta la muerte,
este saludable ejercicio.
Pues junto con estas
pruebas recibimos secretas visitas de la misericordia de Dios, ya que no sólo
los débiles y turbados por las pasiones estamos sujetos a caídas con el
pensamiento, sino que almas que han llegado a un alto grado de pureza y llevan
vidas ejemplares en lugares de silencio, bajo la protección de la sabiduría de
Dios, pueden sufrir caídas seguidas de paz, consuelo y pensamientos puros y
apacibles, como nos dice san Isaac. ¿Cuánto más, entonces, un hombre, débil e
ignorante puede ser herido y derribado, y yacer despojado y sin ayuda? Pero
llegará el momento en que este hombre tomará el estandarte de manos de los
grandes guerreros, y entonces su nombre será alabado sobre todos los nombres
que hayan ganado brillantes victorias, y la recompensa que premiará sus trabajos
será mayor que la de sus compañeros. Los santos nos aseguran esto con absoluta
certidumbre, sin ninguna duda, de modo que no desfallezcamos en la lucha de
nuestro entendimiento contra los malos pensamientos ni caigamos en la
desesperación.
Cuando somos
conscientes de la infusión de la gracia, no debemos ser descuidados ni exaltarnos
fácilmente sino, más bien, volvernos a Dios agradeciéndole y recordando los pecados
que permitió que cometiéramos, no olvidar cuán bajo caímos y qué bestiales se volvieron
nuestros pensamientos. También debemos recordar la condición miserable de nuestra
naturaleza, teniendo en cuenta las imágenes impuras y los ídolos despreciables
que se levantaron en nuestra mente desordenada, en esa época en la que nuestras
almas estaban arrebatadas en un ciego torbellino. Es necesario tratar de
entender que todo esto ha sido permitido por la Divina Providencia para
humillarnos porque, según dice san Gregorio del Sinaí: “Hasta que el hombre no
haya experimentado la soledad y la derrota y haya sido herido y encadenado por
todas las pasiones y conquistado por los pensamientos de modo que no pueda
encontrar consuelo ni ayuda ni en sí mismo ni en Dios ni en nada, y se sienta
al borde de la desesperación sin alternativa de escape, hasta entonces, ningún
hombre puede tener verdadera contrición ni se dará cuenta de que es el menor de
los esclavos, peor que las fieras que lo acecharon y lo vencieron. Pero ésta es
una humillación ejemplar provocada por la Providencia para nuestro bien e
instrucción, y las almas que la han padecido recibieron un segundo favor:
fueron elevadas, por la infusión del poder de Dios, en nombre de quien pueden realizar
toda clase de cosas, hasta hacer milagros, sabiendo siempre que son sus
instrumentos.
¡Cuidado! Si no humillas
tu inteligencia, la gracia te abandonará y caerás realmente después de haber
sido tentado en tu mente por simples pensamientos. Pues el permanecer en la
virtud no se debe a ti sino al efecto de la gracia que te mantiene de la mano
de Dios y te libra de todos tus enemigos”.
4. Conducta general en nuestra vida.
Debemos observar esta
regla general en nuestra vida: colaborar permanentemente con el trabajo de Dios
y hacerlo en cuerpo y alma, palabras, pensamiento y acción, de acuerdo a la medida
de nuestras fuerzas.
Al despertarnos,
debemos ante todo glorificar a Dios y hacer a Él nuestra confesión, y luego volver
a la oración, cantando, leyendo, haciendo algún trabajo manual y otras
ocupaciones menores. Mantener continuamente nuestra mente dispuesta con gran reverencia,
piedad y confianza en Dios, haciendo todo lo que pueda agradarle, no por
vanagloria ni para complacer a otros, ya que sabemos ciertamente que Dios está
con nosotros, puesto que está en todas partes y todo lo llena. El que creó el
oído todo lo oye, y el que creó los ojos todo lo ve. Si entras en conversación,
que sea algo que agrade a Dios. Evita murmurar y juzgar a otros, huye de las
vanas palabras y las discusiones. Come y bebe también en el temor de Dios y,
más que nada, mientras duermes quédate piadosamente recogido con tu cuerpo
reclinado decorosamente, pues nuestro sueño es la imagen del sueño eterno -
esto es la muerte - y al descansar en tu cama, prefiguras tu yacer en el ataúd.
El que tenga un cuerpo
sano que lo mortifique con el ayuno, vigilias y trabajo extenuante.
Nuestros movimientos
durante el trabajo y las genuflexiones deben ser hechos con energía, pues el
cuerpo debe ser gobernado por el alma y librado de la sensualidad por la gracia
de Cristo. Pero si el cuerpo es débil, debe ser tratado de acuerdo a su
debilidad; sin embargo, ya sea que el cuerpo esté sano o enfermo, jamás debe
descuidarse la oración. Aun cuando estemos ocupados en cosas necesarias,
nuestras mentes deben estar absorbidas por la oración y llenas del temor de
Dios. El trabajo físico se pedirá a los que tengan cuerpos robustos, de acuerdo
a la fuerza del individuo, pero el trabajo mental que consiste en conservar la disposición
de temor y confianza y amor de Dios, debe ser cumplido por todos, aun en caso de
enfermedad grave. Del mismo modo debemos amar a nuestro prójimo en cumplimiento
de los mandamientos del Señor. Debemos demostrar nuestro amor a los que están
cerca nuestro con palabras y acciones, uniéndolo al amor de Dios, y unirnos
espiritualmente a los que están alejados de nosotros borrando todo antagonismo
hacia ellos; humillemos nuestras almas ante ellos Y sirvámoslos con nuestra
buena voluntad porque al ver esto, Dios perdonará nuestros pecados y aceptará
nuestras oraciones como dignas ofrendas y nos enviará las riquezas de su gracia.
5. De los diferentes modos de luchar y
vencer las ocho principales tentaciones: las de la carne y otras.
Los Padres nos dicen
que hay varios métodos de resistir las tentaciones de la mente y varios modos
de vencerlas, de acuerdo con la fuerza del que lucha: uno puede orar contra los
malos pensamientos, entrar en lucha con ellos o también abandonarlos
despreciándolos. El último método es el de las almas más perfectas. En cuanto a
discutir con ellos, también es apropiado para los que están progresando. Los
principiantes y los débiles deben rezar, recordando los buenos pensamientos
para reemplazar las malas imágenes, pues san Isaac enseña que las pasiones
deben ser sorteadas con la estratagema de las virtudes. Cuando nos asaltan los engaños
y no podemos orar humildemente y en silencio interior, debemos tomar las armas contra
ellos, reemplazando los malos pensamientos con pensamientos buenos. Más
adelante explicaremos cómo hacerlo de acuerdo con las Sagradas Escrituras. Los
Padres dicen[xxx]
que hay ocho vicios del alma de los cuales nacen numerosas tentaciones: Gula,
Fornicación, Avaricia, Ira, Tristeza, Acedia, Vanagloria y Orgullo.
Primer
Vicio. Gula.
Cuando nos sentimos
asaltados por pensamientos que nos tientan a la gula, ya sea por una atractiva
imagen de deliciosas comidas o por el deseo de comer más de lo necesario y
fuera de hora, ante todo debemos recordar las palabras de la Escritura que nos
instruyen para que no carguemos nuestros corazones con exceso de comida o
bebida. Y debemos orar, implorando del Señor su ayuda, meditando los escritos
de los Padres que nos enseñan que la gula en un monje es la raíz de otros
males, especialmente la fornicación.
De la medida que debe
observarse en la comida. Los padres nos enseñan que debe ser determinada de la
manera siguiente: si el monje se da cuenta de que la cantidad de comida que se
permitió en el curso del día le causa alguna sensación de pesadez, debe
reducirla inmediatamente. Pero si se da cuenta de que la cantidad no basta para
sostener sus energías, debe aumentarla. Y cuando haya conseguido la necesaria
experiencia en esto, debe fijar una cantidad de alimento que conservará su
cuerpo, comiendo, no por el placer en sí, sino por estricta necesidad. Esto
debe bastarle y agradecer a Dios, pero al mismo tiempo debe darse cuenta de que
no hizo nada para merecer ni siquiera esta pequeña medida de bienestar. Es imposible
generalizar la regla pues la capacidad de cada uno difiere tanto como el cobre
y el hierro se diferencian de la cera. Como regla general, un novicio debe
levantarse de la mesa con algo de hambre; pero si se siente satisfecho no hay
pecado en ello. En cambio, si se siente saciado, debe reprochárselo y así
transformar la caída en victoria.
Del tiempo en que deben
hacerse las comidas. En cuanto a la duración de la abstinencia diaria de
comida, los Padres prescriben ayunar hasta la hora nona. El que quiera ayunar
más tiempo, puede hacerlo. En general, debemos esperar hasta la caída del día,
esto es dos horas después del mediodía, de acuerdo con el sol. Esta es la
novena hora en primavera y otoño, pero en verano e invierno, en los países
nórdicos, las horas de la salida y puesta del sol son distintas de las de los
países mediterráneos, Palestina y Constantinopla. Por lo tanto, debemos ayunar de
acuerdo con la estación y la regla de la recta razón. En los días en los cuales
no está prescripto el ayuno, podemos adelantar la hora de las comidas y si es
necesario compartir una pequeña colación por la noche.
Distintas clases de
comidas. En cuanto a las diferentes clases de comida, puede tomarse un poco de
todo, aun dulces. Dice san Gregorio del Sinaí que ésta es una regla sabia.
Nunca debemos escoger o hacer a un lado la comida, sino agradecer a Dios por
todo y perfeccionarnos en la humildad, así evitaremos el orgullo que desdeña el
buen fruto creado por Dios. Sin embargo, es aconsejable para los débiles o inestables
en la fe, abstenerse de ciertas carnes, especialmente las más sabrosas, ya que
no tienen suficiente fe en la protección de Dios; el Apóstol dice: “Porque uno
cree que puede comer de todo; pero al que es débilndénsele hierbas”[xxxi].
Segundo
Vicio: Fornicación.
El conflicto que
debemos sufrir con el vicio de fornicación es especialmente doloroso y cruel pues
compromete a la vez el alma y el cuerpo. Por lo tanto, debemos luchar
continuamente y con toda nuestras fuerzas para mantener nuestro corazón sobrio
y libre de la sensualidad. Esto es más imperativo durante la Misa, cuando vamos
a recibir la Santa Comunión pues es entonces cuando el demonio ensaya toda
clase de engaños para manchar nuestra conciencia.
Cuando estos
pensamientos de fornicación nos atacan, debemos mantenernos con temor en la presencia
de Dios, recordando que ni el más mínimo movimiento de nuestro corazón puede esconderse
a sus miradas y que El será nuestro juez y acusador. Debemos recordar también los
votos que hemos hecho ante los ángeles y los hombres para preservar la pureza y
la castidad; estos votos nos ligan, no sólo en nuestra conducta exterior, sino
en el secreto profundo de nuestro interior. Un corazón libre de pensamientos
impuros es lo más agradable y honroso a los ojos de Dios. Los que permiten que
los sucios pensamientos de fornicación frecuenten su mente, pecan en sus
corazones, dicen los Padres.
Además, algunas veces
sucede que se peca realmente. En este caso, el consiguiente desastre puede
darnos una tregua; éste y no otro pecado es aquel del que tanto han hablado los
Padres y al que llaman caída, porque despoja al pecador de esperanza y lo
conduce a la desesperación.
Cuando nos acosa la
tentación de fornicación, creo que también es saludable pensar en nuestro
estado monástico, puesto que hemos asumido la forma de ángeles[xxxii],
¿cómo podemos conculcar nuestra conciencia y profanarla con semejante
abominación? También podemos representarnos el vergonzoso y escandaloso ejemplo
que presentaríamos a los ojos de los hombres; esto puede ayudarnos a resistir
estos indignos pensamientos. Porque, ¿acaso no deberíamos más bien morir que
ser vistos en este estado deplorable? De aquí, que son varios los medios que,
usados con celo y perseverancia, pueden destruir los malos pensamientos. Cuando
el asalto es particularmente violento, debemos ponernos de pie y levantando los
ojos y extendiendo los brazos, orar como Gregorio del Sinaí nos enseña, y Dios
hará desaparecer estas malas imágenes. San Isaac sugiere la siguiente oración:
“Tú, Señor, eres poderoso y ésta es tu batalla. Lucha por nosotros y danos la
victoria”. Debemos asediar a nuestro enemigo con el nombre de Jesús puesto que
no hay arma más poderosa en el cielo ni en la tierra. Los momentos en los que
nos sentimos incapaces de orar son los que el demonio elige para tentarnos. ¡Oh
monje! estáte alerta y nunca dejes de orar durante estos ataques de la manera que
te hemos enseñado.
Otras veces, sintiendo
remordimiento de conciencia, tomamos estos pensamientos de fornicación como
tema de meditación con el objeto de reprocharnos los deseos que nos asemejan a
las bestias, aunque la inhumana concupiscencia que nos acosa es poco común en los
animales. Sin embargo, los novicios deben guardarse aun de estas meditaciones
por temor a demorarse en estos pensamientos creyendo que se está luchando
contra ellos, cuando en realidad, están sucumbiendo a la tentación. Por lo
tanto, lo mejor es cortar todo impulso que conduzca a pensamientos de esta
índole. Sólo los fuertes podrían tomarlos en consideración para examinarse
saludablemente.
Evitar las
conversaciones con mujeres y aun su vista; evitar los rostros afeminados,
juveniles y afeitados, pues el demonio se vale de estas trampas para los
monjes. Si es posible, no permanecer nunca solos con tales personas, por más
necesario que parezca, según enseña san Basilio el Grande[xxxiii].
Porque nada es tan importante como el alma, continúa enseñando el Padre, por
quien Cristo murió y resucitó de entre los muertos. Tampoco debemos escuchar conversaciones
inconvenientes, porque remueven las pasiones.
Tercer
Vicio: Avaricia.
Los Padres nos enseñan
que la avaricia es contraria a la naturaleza y procede de la estupidez y falta
de fe. Por lo tanto, puede ser combatida sin mucha dificultad por aquel que
esté lleno del temor de Dios y que sea sincero en su deseo de salvación. Pero
la avaricia es el peor de los vicios, y si ya tomó posesión de nosotros,
sucumbimos a ella y nos llevará a la perdición, pues el Apóstol ha dicho que no
sólo es la raíz de todos los pecados: ira, melancolía y otros, sino en sí mismo
es idolatría[xxxiv].
Dicen los Padres que el que da importancia al oro y la plata que puede
acumular, no cree que hay un Dios que cuida de él, y según las Escrituras si un
hombre está esclavizado por la soberbia o la avaricia, el demonio no necesita
valerse de otra arma contra él, pues cualquiera de estar dos pasiones serán
suficientes para llevar o cabo la destrucción del hombre. Debemos moderar
nuestros deseos de riquezas y, de las otras cosas que no son esenciales. No
debemos codiciar vestidos ni calzado ni comodidades para nuestras celdas, sino
usar cosas sin valor ni belleza y que puedan adquirirse con facilidad. Que lo
que poseamos no dé lugar a comentarios, pues nos expondríamos a las seducciones
del mundo, ya que la avaricia habrá sido definitivamente vencida no sólo cuando
nada poseamos, sino cuando además, no tengamos deseos de poseer nada. Así
aprenderemos a ser puros de espíritu.
Cuarto
Vicio: Ira.
Cuando la ira nos
asalta, trae a nuestra memoria las ofensas que hemos recibido y el deseo de vengarnos
de nuestros ofensores. Entonces debemos recordar las divinas palabras: si no perdonamos
de corazón al hermano que nos ofendió, tampoco nuestro Padre Celestial perdonará
nuestros pecados. Más aún, debemos estar alerta porque aunque creamos estar actuando
con justicia, si no nos guardamos de la ira, ofendemos a Dios, pues los Padres
dicen que aún cuando un hombre iracundo pueda resucitar a un muerto, su oración
no será escuchada. Con esto no quieren decir que un hombre iracundo pueda
realmente dar vida a los muertos: sólo quieren demostrar la abominación que
resultaría la plegaria de tal hombre. Por eso no debemos dar lugar a la ira ni
insultar a nuestro hermano con palabras o acciones, ni siquiera con la mirada,
pues aún ésta puede resultar ofensiva, según los Padres. Por lo tanto, alejemos
de nuestra mente todo pensamiento de ira. “Esto es el perdón sincero, la gran
victoria sobre el espíritu de la ira: rogar por quien nos ha ofendido”, dice
Abba Doroteo[xxxv].
Así debemos orar: “Oh Señor, ayuda a mi hermano (nombrarlo en este lugar) y
perdóname a mí, pecador, por la oración de ese hermano mío”.
Este es un acto de
caridad y de misericordia, y el pedir la ayuda de su oración un acto de humildad.
Debemos ser bondadosos con él, tanto como nos sea posible, para que el mandamiento
de Dios sea cumplido: “Ama a tus enemigos, haz bien a quienes te odian y ruega
por los que te persiguen y calumnian”. A los que obedecen este mandato, Dios
les ha prometido una recompensa mayor que cualquiera, no sólo un reino en el
cielo, un consuelo o un don especial, sino la filiación divina. “Así seréis
hijos de vuestro Padre que está en los cielos”[xxxvi].
Nuestro Señor Jesucristo, que nos dio este mandamiento y nos prometió tal recompensa,
nos dio el ejemplo para que lo imitáramos, cada uno en la medida de sus posibilidades.
Quinto
Vicio: Melancolía.
Es indiscutible que no
debemos ceder al espíritu de melancolía, porque esta tentación puede conducirnos
a la desesperación y a la perdición. Nada de lo que ocurre es ajeno a la
voluntad de la Providencia, y lo que Dios nos envía en cada momento es para
nuestro bien y para la salvación de nuestras almas. Aunque al presente no nos
parezca conveniente o beneficioso, debemos comprender que lo querido por Dios,
y no lo que nosotros queremos, es lo útil para nosotros. Por su misericordia,
el Señor nos envía pruebas para que, después de haberlas sufrido, seamos
coronados por Él. Sin tentaciones no seríamos recompensados. Por eso debemos
dar gracias a Dios, nuestro Benefactor y Salvador. “Los labios de los que pronuncian
acciones de gracias, serán bendecidos por Dios y los corazones agradecidos, visitados
por la gracia”, dice san Isaac. No murmuremos contra los que nos han ofendido, pues
aunque Dios soporta todas las debilidades de los hombres, no tolerará al que
siempre está quejándose, sino que lo castigará.
Ciertamente, existe una
clase de tristeza inspirada en nuestros pecados y asociada a nuestra contrición
y confianza en Dios. Al saber que no hay pecado que exceda su misericordia y
que no puede dejar de perdonar a los que se arrepienten y oran, esta tristeza
se transforma en gozo, prepara al hombre para todo lo bueno y lo capacita para
soportar la desgracia pacientemente.
La otra clase de
tristeza, inspirada por el demonio, debe ser enérgicamente desplazada de nuestro
corazón junto con las demás pasiones. Si esta tristeza echa raíces, abrumará rápidamente
al alma con la desesperación, dejándola vacía y afligida, débil e impaciente, holgazana
para la lectura y la oración.
Sexto
Vicio: Acedia.
Cuando la acedia ha
tomado posesión de nosotros, el alma debe sostener una gran batalla.
Este espíritu opresivo
y cruel viene junto con el espíritu de tristeza o después de ésta; sus principales
víctimas son los ermitaños. Cuando la furia de la pasión se apodera del corazón
del hombre, no puede pensar que se verá libre de ella, sino que el enemigo le
hace ver que mañana el sufrimiento será peor que hoy, porque Dios lo ha abandonado
y es indiferente a su necesidad. El hombre también puede creer que está
sufriendo a pesar de la Divina Providencia y que él solo soporta este
sufrimiento y nadie más. Sin embargo, no es así, pues Dios inflige esta prueba
espiritual a los mismos Santos que siempre le agradaron y no sólo a nosotros pecadores,
como un padre amante castiga a sus hijos para hacerlos virtuosos.
Pero de repente se
produce un cambio y el hombre se siente confortado por la misericordia de Dios
y se da cuenta de todos los beneficios que ha recibido y le parecen nada los
sufrimientos que ha soportado, entonces emprende la tarea de la santificación y
se maravilla de sus alternativas y progresos. Ahora es cuando desea
fervientemente no desviarse del camino de la virtud y comprende que Dios le
envió la prueba para su propio beneficio e instrucción y a causa de su amor.
Entonces este hombre se inflama en amor a Dios pues sabe que Dios es fiel y
nunca envía una tentación superior a nuestras fuerzas. En cuanto al enemigo,
nada puede hacernos sin el permiso de Dios.
Nada favorecerá más en
el crecimiento de la gracia que el espíritu de acedia, si es que el monje
continúa con esfuerzo y sin desfallecer en sus ejercicios espirituales, dice
san Juan Clímaco, Pero cuando la contienda se hace impetuosa, debemos armarnos
fuertemente contra el espíritu de ingratitud y blasfemia, porque el enemigo se
aprovecha de todos estos engaños para que el hombre se llene de dudas y de
temor. El demonio entonces le susurra al oído que es imposible obtener el
perdón de Dios y la remisión de los pecados, evitar el infierno y ganar el
cielo, y otros muchos pensamientos que, sin control, se amontonan en este
asalto. Estos Pensamientos no abandonan al monje, ya sea que recite o lea el
Oficio. Entonces es cuando debemos resistir a toda costa y con la mayor
fortaleza, obligándonos a la oración con todas las fuerzas de que disponemos.
Si es posible, postrémonos y oremos como nos enseña el gran Barsanufio: “Oh
Señor, mira cuánto te he ofendido y ten piedad de mí, pecador”. Simeón el Nuevo
Teólogo aconseja rezar la siguiente oración: “No permitas que las tentaciones y
los sufrimientos superen mi resistencia, antes bien, líbrame para que pueda
soportarlos con gratitud”. De cuando en cuando, levanta tus brazos y extiende tus
manos al cielo orando en la forma que recomienda san Gregorio del Sinaí cuando
se está en las garras de esta pasión, porque, según él, el espíritu de acedia y
de fornicación son los peores.
Persevera, además, en
la lectura atenta y ocúpate en trabajos manuales, porque esto ayuda mucho
durante esta prueba. Sin embargo, puede ocurrir que la acedia no nos abandone
aun mientras hacemos esto; entonces debemos volcar toda nuestra energía en el
deseo de orar.
Contra el espíritu de
ingratitud y blasfemia debemos orar como sigue: “Fuera Satanás, yo adoraré a
Dios mi Señor, y a Él solo serviré, aceptaré con gratitud todos los sufrimientos
y pruebas que me envíe para curar mi perversidad. Que tu ingratitud y tu
blasfemia vuelvan a ti, Satanás”. El Señor te dirá: “Fuera, porque Dios me ha
creado a su imagen y semejanza para que seas destruido”.
Dios nunca abandona a
las almas que se confían en Él, aunque estén agobiadas por las tentaciones,
pues Él conoce nuestra debilidad. Un hombre sabe el peso que aguanta el lomo de
un asno, una mula o un camello y carga a cada uno con lo que puede llevar; el
alfarero sabe cuánto tiempo debe estar su arcilla en el fuego, pues si la
expone demasiado a las llamas la vasija se quebrará, y si no la deja lo
suficiente no servirá para usarla. Pues bien, si un hombre juzga con tanta
precisión, el juicio de Dios es infinitamente mayor para decidir el grado de
tentación que un alma podrá resistir.
Con este conocimiento
sabremos sufrir nuestras pruebas valientemente y en silencio. No obstante,
algunas veces necesitaremos hablar con alguien experimentado en la vida
espiritual y que sea prudente en sus palabras. A ese propósito, nos dice san
Basilio el Grande: “Cuando nuestro corazón está lleno de acedia, frecuentemente
podemos dispersar estos pensamientos dejando nuestra celda y entreteniéndonos
en conversaciones inocentes y moderadas. Una vez fortalecidos, debemos volver
con mayor celo a nuestras luchas piadosas”. Pero si nos sentimos capaces de
sufrir esto en silencio y sin salir de la celda, será mucho mejor, según aseguran
los Padres, de acuerdo a su propia experiencia.
Séptimo
Vicio: Vanagloria.
Debemos ejercitarnos
vigilándonos contra el espíritu de vanagloria, pues éste roba nuestros buenos
propósitos con muchas tentaciones e impide el progreso del monje corrompiendo
sus actos, porque en vez de estar ordenados a Dios, están inspirados por la
vanidad y el deseo de complacer a los hombres. Por eso, constantemente debemos controlar
nuestros pensamientos y sentimientos de modo que siempre estén en armonía con la
voluntad de Dios y huir de lo humano, recordando las palabras de David: “Dios
ha desparramado los huesos de los que agradaban a los hombres”.
Este debe ser nuestro
método: cuando sentimos la tentación de vanagloria, debemos llorar y recordar
el Juicio Final, orando si es que sabemos alguna oración: si no es así,
acordémonos de la hora de la muerte y reprimamos todas las ambiciones vergonzosas.
Y si tampoco somos capaces de hacer esto, pensemos en la humillación que sigue
a la ambición, porque nota san Juan Clímaco que el que se exalta será humillado
aun en esta vida. Si alguien nos alaba o nuestro enemigo invisible nos
precipita en la vanagloria, sugiriéndonos que merecemos los honores debidos a la
grandeza y posición de la mas alta autoridad, rápidamente recordemos el número
y gravedad de nuestros pecados, o elijamos uno entre todos que sea
especialmente grave y preguntémonos a nosotros mismos si alguien que haya
pecado de este modo merece ser alabado y si no tenemos de qué reprocharnos;
meditemos en la perfección y nos veremos tan pequeños como lo es una pequeña
fuente comparada a la inmensidad del mar. Y así siempre debemos luchar para
guardarnos de la vanagloria. Si no nos moderamos con estas reflexiones, y
vuelven a menudo estos pensamientos, nuestra insolencia crecerá sin medida, dando
origen a la soberbia que es el principio y fin de todo mal.
Octavo
Vicio: Soberbia.
¿Qué diremos de la
arrogancia y de la soberbia? Aunque los términos que usan los Padres para
describir el pecado de soberbia varían - presunción, arrogancia, vanagloria,
etc. – todos se refieren a lo mismo. Cualquiera sea la forma que tome este pecado,
siempre será la mayor iniquidad. Las Sagradas Escrituras dicen que Dios resiste
al soberbio; un hombre arrogante es repulsivo a su vista. Entonces, si tiene a
Dios por adversario, si a sus ojos es un necio, ¿de quién podrá esperar algún
beneficio? ¿Quién perdonará su pecado y lo purificará? Hasta hablar de esto
resulta penoso, porque el que es presa de este pecado es un enemigo de sí mismo,
un demonio que lleva dentro de sí su propia destrucción.
Por esta razón,
debernos temblar de miedo de caer en esta pasión de la soberbia v debemos huir
de ella refugiándonos en la certidumbre de que nada bueno puede ocurrir sin la
ayuda de Dios. Recuerda que si Dios nos abandona, somos como hojas o polvo
arremolinados por el viento, siendo entonces azotados por el demonio con tales
insultos que Provocan el llanto de los demás con sólo vernos. Si nos damos
cuenta de esto, nos será útil para preservar nuestra humildad.
Y esta es la Primera
regla: considerémonos a nosotros mismos por debajo de cualquiera, el menor de
todos los hombres, la más perversa de todas las criaturas al estar aficionados
a vicios inhumanos, en un estado peor que el de los demonios que nos toman por
la fuerza y esto es lo que debemos hacer: elegir el último lugar en las comidas
y reuniones con nuestros hermanos; usar los vestidos más pobres y preferir los
más humildes trabajos; al encontrar a un hermano, inclinarnos devotamente
delante de él; amar el silencio; no desear brillar en la conversación ni
deleitarse en las discusiones; evitar la insolencia y la ostentación. Tratar de
no decir una palabra que provenga de uno mismo, aun sabiendo que puede ser
buena, porque los Padres dicen hablando de los novicios, que el hombre interior
se forma de acuerdo a los actos exteriores, y san Basilio el Grande observa que
cuando un hombre es descuidado en su exterior, no hay razón para pensar que su
disposición interior sea buena.
La soberbia de los
monjes está tratada en las Sagradas Escrituras como sigue: si un hombre ha padecido
mucho a causa de sus buenas obras y es tentado por el espíritu de soberbia a
causa de la piedad de su vida, y si la soberbia está basada en el buen nombre
del monasterio y en el número de hermanos, a esto lo llaman los Padres “mundanidad”.
La soberbia puede ser también ocasionada por la adquisición de tierras u otras
propiedades y también hoy, en el caso de ciertos monjes, por su éxito en el
mundo. ¿Qué podremos decir de ellos?, Hay otros que no tienen nada de que
ensoberbecerse, sino de su arte en el canto, lectura en alta voz o recitación del
Oficio. Pero, ¿qué alabanza pueden merecer de Dios, por los dones naturales que
nunca hubieran podido adquirir por su propio esfuerzo? Los que se envanecen de
su habilidad manual, son como los anteriores. Algunos monjes están orgullosos
de pertenecer a familias que son poderosas en el mundo o por estar relacionados
con hombres distinguidos, o por haber disfrutado de honores y rango cuando aún
estaban en el mundo. Esta es la cumbre de la locura. Estas distinciones deben
permanecer escondidas porque es de lamentar que los que han renunciado al mundo
tengan deseos del honor y de la gloria que provienen de los hombres; más bien,
debían estar avergonzados en lugar de orgullosos, pues su importancia está
llena de oprobio. Pero los que están perseguidos por pensamientos de soberbia a
causa de su vida Piadosa, no tienen otro recurso que la oración: “Mi Señor y mi
Dios, líbrame del espíritu de soberbia y concede a tu siervo, el espíritu de
humildad”.
6. De los vicios en general.
Debemos invocar la
asistencia de Dios contra los pensamientos nocivos, Pues no siempre podemos
resistirlos con la fuerza. Más aún, esto debe ser hecho deliberadamente, no en
la forma en que se nos ocurra, sino en el nombre de Dios Y de acuerdo con los
métodos descritos en las Sagradas Escrituras. Deberíamos decir a cada vicio:
“Quiera Dios prohibir tu entrada”. Y luego, “Dejadme, todos vosotros, constructores
de la iniquidad. Volveos, pensamientos perversos para que yo pueda ser
instruido en los mandamientos de Dios”. Que nos valga el ejemplo de aquel santo
staretz que solía decir: “¡Vete, maldito: ven, amado!”. Un hermano que alcanzó
a escuchar sus palabras y supuso que estaba conversando con alguien, le preguntó:
“¿Con quién estás hablando, padre, mío?” y el staretz contestó: “Estoy echando fuera
a los malos pensamientos y llamando a los buenos”. Si somos tentados, usemos las
palabras del staretz u otras semejantes.
7. Del pensamiento de la muerte y del
inicio final. Cómo debemos aprender a recordarlo.
Dicen los Padres que el
pensamiento de la muerte y del Juicio Final es saludable Y efectivo para
nuestra oración mental. Filoteo del Sinaí prescribe una regla concreta: por la
mañana debemos aprovechar el tiempo antes de comer pensando en Dios, esto es,
orando manteniendo recogido nuestro corazón. Luego, antes de la acción de gracias,
nuestros pensamientos deben volverse hacia la muerte y el juicio. El gran
Antonio, el Primero de los Padres, dice que debernos mantener la disposición
que deberíamos tener si no fuéramos a vivir todo ese día.
San Juan Clímaco dice
que si tuviéramos siempre presente nuestra última hora, jamás pecaríamos. En
otra parte, nos manda conservar siempre en nosotros el pensamiento de la muerte.
San Isaac el Sirio escribe: “Hombre, ojalá tuvieras siempre presente el pensamiento
de tu fin. Porque no sólo los Padres sino los maestros profanos de la filosofía
nos enseñan a recordar la muerte”.
¿Cómo aprender,
nosotros que somos sensuales y débiles, a mantener vivo este pensamiento?
Tanto cuanto nuestras
limitaciones humanas lo permitan, porque dice san Isaac que el estar ocupado
con este pensamiento es un don de Dios y una gracia maravillosa. Creo que
ayudaría si recordáramos algunas muertes que hayamos presenciado o de las que
hayamos oído o que hayan ocurrido en nuestros días, porque la muerte súbita no es
sólo para los laicos. Monjes que estaban en excelentes condiciones y que
estaban apegados a esta vida y esperaban vivir largo tiempo, ya que no habían
alcanzado una avanzada edad, fueron súbitamente segados por la muerte Y algunos
sin tener tiempo de rezar las oraciones de los moribundos, puesto que cayeron
en el lugar donde estaban; otros murieron mientras comían o bebían o mientras caminaban
y por último, otros mientras dormían, cuando buscaban un leve descanso para sus
cuerpos, entrando en el sueño eterno. Algunos fueron visitados en sus últimos
momentos por visiones terribles. Estas reflexiones bastan para llenarnos de
temor y nos inspirarán pensamientos como estos: ¿Adónde están ahora los amigos
y conocidos que tuvimos en la tierra? ¿Qué importancia tiene si algunos fueron
famosos, príncipes de este mundo? ¿Acaso no están convertidos en ceniza y podredumbre?
Esta vida es como una nube de polvo que se ve por un momento y luego se va, pues
es tan leve como una telaraña, como dice san Juan Crisóstomo[xxxvii].
El viajero puede desear visitar tal o cual país o puede luego cambiar de opinión
y no ir, y cuando para en una posada, sabe a qué hora saldrá de allí: llega a
la tarde y sale por la mañana o si lo prefiere, se queda en la posada; pero
queramos o no, debemos dejar esta vida y no sabemos cuando. El terrible
misterio de la muerte se abate repentinamente sobre nosotros y el alma y el
cuerpo son violentamente separados de su unión natural, por la voluntad de
Dios. ¿Qué haremos en esa hora si no hemos pensado en ella de antemano, si no
hemos sido instruidos para esta eventualidad y nos encuentra sin preparación?
En esa amarga hora debemos darnos cuenta plenamente lo que el alma debe sufrir
cuando se separa del cuerpo. ¡Ah! qué angustia la de aquella hora: nadie habrá
que se compadezca. El alma mira hacia los ángeles y ora en vano.
Se extiende hacia los
hombres y no hay nadie que la ayude: sólo le queda el bien que ha hecho a los
ojos de Dios.
Miremos el ataúd y
veamos nuestra belleza creada convertida en algo espantoso y abominable,
perdida su armonía y proporción: y mientras contemplamos los huesos desnudos, digámonos
a nosotros mismos: “¿Quién ha sido este esqueleto? ¿Rey o mendigo, héroe o proscripto?
¿Dónde está la belleza y la delicia del mundo? ¿Acaso no se ha convertido en horror
y podredumbre? Todo lo que fue honrado y deseado en el mundo, es una cosa
inútil.
Como una flor que se
marchita, como una sombra que pasa, a todo lo que es humano le aguarda la
destrucción”.
Pero también debernos
recordar el segundo advenimiento del Señor, nuestra resurrección y el Juicio
Final, profetizado por san Mateo con las mismas palabras del Señor:
inmediatamente después de la tribulación de esos días, el sol se oscurecerá y
la luna no dará su luz, las estrellas caerán del cielo y los poderes del cielo
se sacudirán. Y luego aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo y
gemirán todas las tribus de la tierra y verán al Hijo del hombre venir en las
nubes lleno de poder y majestad. Y El enviará a sus ángeles con una trompeta y una
gran voz, y reunirá a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales, de los
más alejados cielos hasta sus últimos límites[xxxviii].
Hermanos, ¡qué puede
sumergimos en amargo temor y remordimiento sino la visión de ese terrible
juicio, cuando seamos testigos de los pecadores que jamás se han arrepentido y
son enviados al eterno tormento por el justo juicio de Dios, temblando,
gritando, y llorando en vano! ¡Cómo podremos reprimir nuestros propios gritos
cuando nos imaginamos los terribles tormentos descritos en la Escritura, el
fuego eterno, la oscuridad exterior, el abismo insondable, el dragón cruel y
siempre alerta, el crujir de dientes, todas las torturas para aquellos que
pecaron y ofendieron a Dios con sus malignas disposiciones, yo el primero,
entre los miserables! Hermano mío, ¿quién podría describir la tremenda majestad
de la segunda venida del Señor y el horror de este juicio insobornable? Algunos
Padres dijeron que, de ser posible morir en esa hora, entonces el mundo entero
moriría de terror.
Por esta razón debemos
conservar el santo temor y mantener el pensamiento del juicio en nuestra mente.
Y si nuestro corazón es reacio a ponderar estas cosas, debemos, sin embargo, forzarlo
a que lo haga, dirigiendo a nuestra alma las siguientes palabras: “Oh alma
miserable, el tiempo de tu partida de este mundo está cerca. ¿Cuánto más vas a
diferir la renuncia a tus costumbres y, en cambio, buscar la humillación? ¿Por
qué no reflexionas sobre la hora terrible de la muerte?”.
Oh Señor, ten
misericordia de mi alma que ha sido herida por las pasiones de esta vida, y recíbela
purificada por la contrición y la confesión. Y que tu poder me conduzca hasta
que tu juicio esté cerca, cuando desciendas a la tierra con gloria y te sientes
en tu trono, oh Señor, oh misericordioso, para ejecutar tu juicio; estaremos
delante de Ti, desnudos como los condenados. En ese día, oh el más
misericordioso, no reveles mis pensamientos secretos, no me humilles a los ojos
de los ángeles y de los hombres sino compadécete de mi oh Dios, y ten misericordia
de mí porque yo medito tu terrible juicio, dulce Señor, y el día de mi juicio
ante Ti me llena de temor y temblor. Mi conciencia me condena y el mal que hice
me llena de agudo remordimiento, y estoy lleno de confusión cuando me pregunto
a mí mismo cómo debo responderte, Rey Inmortal, yo que he incurrido en tu ira.
¿Cómo me atreveré a levantar mis ojos a Ti, fornicador como soy? Sin embargo,
¡oh Señor, Padre glorioso y misericordioso, único Hijo y Espíritu Santo,
perdóname y sálvame en ese día del fuego eterno y permíteme por tu misericordia
estar a tu lado, oh Juez admirable!
8. De las lágrimas. Como deben ser los
actos de los que desean adquirir este don.
Si durante la práctica
anterior y durante otros ejercicios similares de oración y meditación, hemos
sido movidos a las lágrimas por la gracia de Dios, no debemos contener nuestro
llanto, porque los Padres nos dicen que por nuestras lágrimas podemos ser
preservados del fuego eterno y de otros tormentos. Pero si somos incapaces de
llorar, debemos al menos tratar de derramar algunas lágrimas. San Juan Clímaco
nos asegura que nuestro buen Juez, juzga las lágrimas como cualquier otra cosa
de acuerdo a la capacidad natural del hombre: “He visto a hombres derramar
lágrimas como si fueran sangre, con esfuerzo tremendo, mientras que observé a
otros, cuyas lágrimas fluían como un torrente sin dolor; yo juzgo, no de
acuerdo a las lágrimas, sino al esfuerzo requerido, y me parece que Dios hace
lo mismo”.
Si no podemos derramar
ni una pequeña lágrima a causa de nuestra debilidad o negligencia, o por otra
razón, no debemos sentirnos abatidos ni desanimados. Lamentemos y suspiremos al
ver nuestra incapacidad en este esfuerzo, pero manteniendo nuestra esperanza,
pues la aflicción de la mente es superior a las acciones corporales, como nos
dice san Isaac. Puede ser que la ausencia de lágrimas se deba a la fatiga,
continúa el santo. Esto lo experimentan no sólo los que buscan el don de
lágrimas sino aquellos que lo han adquirido; el flujo de sus lágrimas puede
parar y su fervor disminuir, a causa de agotamiento físico. San Simeón el Nuevo
Teólogo escribe sobre esto con gran sutileza: “No es saludable luchar contra la
propia naturaleza; si se fuerza al cuerpo a cumplir alguna cosa que está por
encima de sus fuerzas, sobreviene la debilidad”. “La confusión aumenta en el
alma, y queda más perturbada que antes”, escribe san Isaac, y muchos otros
Padres coinciden con él.
Pero lo que quieren
significar es la debilidad verdadera, no esa falsa enervación que tiene su origen
en nuestra mente. Es recomendable emplear la fuerza contra esto, siguiendo a
san Simeón. Este Padre, como los otros que han tratado este tema, nos da la
siguiente instrucción: “Si nuestra alma está en tal disposición, no será
imposible que derrame lágrimas. En cuanto a nosotros que somos incapaces de
alcanzar una altura considerable en estas cosas, tratemos de cumplir, aunque
sea un poco, y pidámoslo al Señor Dios con un corazón contrito. Pues dicen los
Padres que la gracia de las lágrimas es uno de los grandes dones y debemos
suplicar a Dios que nos lo conceda”. El bienaventurado Nilo del Sinaí, nos
enseña que debemos orar para conseguir este don antes que los otros, y san
Gregorio, el santo Papa de Roma[xxxix],
escribe: “Si un hombre ha perseverado en las buenas acciones y ha merecido
otros dones, pero no ha recibido el don de lágrimas, debe orar para lograrlo ya
sea a través del temor al juicio o por amor al reino de los cielos. En el
primer caso, el que ha Obrado mal debe llorar y en el segundo, las grandes
almas que están llenas de amor ardiente entrarán en el reino de los cielos”.
Otros santos escribieron en el mismo sentido. Hay algunos hombres que todavía
no han adquirido el don de lágrimas en su plenitud y que pueden obtenerlo de
diferentes maneras, ya sea contemplando el misterio de la Providencia de Dios,
o leyendo la vida de los santos con sus trabajos y enseñanzas, o simplemente
rezando la oración de Jesús y otras oraciones compuestas por los santos, pues
de esta manera alcanzarán la contrición. Otros podrán alcanzarlo leyendo los
himnos y troparios, o recordando sus pecados, o pensando en la muerte y en el
día del Juicio, o deseando los gozos de la eternidad y en muchas otras formas.
Y si un hombre adquiere
el don de lágrimas por uno de estos métodos, debe permanecer en esta
disposición hasta que las lágrimas hayan cesado. Simeón el Nuevo Teólogo, dice:
“Las virtudes pueden ser comparadas a un ejército, y la contrición y las
lágrimas a un rey y a un general porque ellos nos arman, nos dan valor, nos
enseñan a luchar contra el enemigo y nos guardan contra las fuerzas hostiles.
Aun cuando nuestra mente esté absorbida en pensamientos que son inconvenientes
o inspirados por el demonio, o si hemos sido excitados a las lágrimas por algo
que hemos visto u oído, o por sentimientos de natural amor o vana preocupación,
debemos convertir estas emociones en un ejercicio saludable, corno ser, alabar a
Dios, confesarnos, pensar en la muerte y el juicio; y haciéndolo así lloraremos,
porque pasar de las lágrimas naturales o humanas a las espirituales es una
acción meritoria”.
Ahora, si el movimiento
de contrición surge espontáneamente en el alma y las lágrimas aparecen en
contra de nuestra voluntad, es la acción de Dios en nosotros y estas son
lágrimas de piedad. Cuidémoslas como a la niña de los ojos y abandonémonos a
ellas hasta que desaparezcan, pues estas lágrimas tienen mayor poder para destruir
el pecado y los vicios que las que surgen de nuestro propio esfuerzo y propósito.
Y cuando por efecto de la concentración - esto es la vigilancia del corazón -
la acción espiritual se manifiesta en la oración por la gracia de Dios,
enardeciendo el corazón y difundiendo su resplandor por todo nuestro ser,
consolando al alma, inflamándonos en amor a Dios y a los hombres, haciendo las delicias
de la mente y produciendo gozo y dulzura interior, entonces las lágrimas fluyen
libremente sin ningún esfuerzo, surgiendo, describe san Juan Clímaco, como las
de un niño que llora y ríe al mismo tiempo.
Quiera Dios enviarnos
tales lágrimas, pues aunque somos principiantes e inexpertos, no puede haber
consuelo mayor para nosotros. Y cuando se aumenta por la gracia de Dios,
entonces cesan nuestros conflictos y se aquietan nuestras imaginaciones y la mente
es alimentada abundantemente y deleitada con la oración, y el corazón destila
inefable complacencia que fluye por todo el cuerpo y afloja el dolor de
nuestros miembros en dulce reposo. “Este es el consuelo en la aflicción”, dice
san Isaac, confirmando las palabras del Señor, “y se dará a cada uno en la
medida de la gracia que haya en él. Entonces el hombre permanece en un gozo inalcanzable
en este mundo, que nadie puede saborear excepto aquellos que se han entregado con
todo el poder de su alma a este espiritual ejercicio”.
9. De la renuncia y sincero desapego
de toda preocupación que significa morir a todas las cosas.
La condición de esta práctica
maravillosa es la renuncia a toda preocupación que significa morir a todas las
cosas. De acuerdo a los grandes Padres que adquirieron sabiduría y experiencia
en la práctica de la oración, implica una activa concentración en la acción de
Dios solo. San Basilio el Grande dice que el principio de la pureza del corazón
es el silencio, y san Juan Clímaco, más adelante, define al silencio, primero como
desapego con respecto a lo necesario e innecesario; segundo, como asidua
oración, y tercero, como la acción redentora de la gracia en el corazón.
Ahora bien, san Juan
Clímaco no considera necesarias las cosas llamadas así en nuestro tiempo, por
ejemplo la adquisición de tierras y el mantenimiento de muchas propiedades y otros
compromisos humanos; en realidad, éstos son innecesarios. San Juan considera
cosas necesarias a las conversaciones con los hermanos y con los padres
espirituales que conducen a nuestro adelanto espiritual, pero aun
conversaciones como éstas deben estar dentro de cierta medida y en tiempo oportuno;
de no ser así, seremos llevados involuntariamente a un desorden inútil. A pesar
de todo, a estas conversaciones las consideramos necesarias porque las
innecesarias son las peleas, discusiones, quejas, acusaciones, advertencias
humillantes, reproches y otras cosas que surgen durante las conversaciones a
que nos referíamos previamente, esto es, las necesarias.
San Isaac instruye de
la siguiente manera a los que quieren observar el verdadero silencio y purificar
la mente con la oración: “Retírate de la vista del mundo y corta las
conversaciones; no permitas que tus amigos entren en tu celda ni con el pretexto
de una visita provechosa, a no ser que tengan el mismo espíritu e intención que
tú, y que también estén practicando la oración mística. Teme la promiscuidad
entre las almas (podemos alertar sobre esto por experiencia), porque después de
haber salido de las conversaciones íntimas aunque parezcan haber sido buenas,
nuestras almas quedan inquietas contra nuestra voluntad, y estas preocupaciones
permanecen con nosotros por largo tiempo. Por lo tanto, es innecesario e imprudente,
aun en el caso de personas que amamos y que nos son queridas, cambiar palabras que
traerán como consecuencia la inquietud, perturbando nuestro recogimiento y
estorbando la operación del entendimiento místico”.
¡Oh hermanos, cuántos
son tentados cuando rompen su silencio! Así como un jardín se agosta con la
helada, así las conversaciones humanas, aunque permanezcan dentro de sus
límites y sean buenas aparentemente, marchitan las flores de virtud que
florecen tiernamente en la atmósfera del silencio, penetrando con su fragancia
el jardín del alma el cual ha sido recién plantado y regado suavemente con el
manantial del arrepentimiento. Y si la conversación de los que están bajo disciplina,
aunque deficiente en sí misma, turba el alma, cuánto más grande será la
turbación que resulta de nuestra conversación con los ignorantes y no
iniciados, sin mencionar a los mundanos. Porque así como el vino suelta la
lengua de un hombre honesto, y olvidando su buena reputación se traiciona a sí
mismo Y es objeto de burla por los pensamientos ridículos que expresa debido a
su embriaguez, así la complicación con lo humano disminuye la pureza del
espíritu, el alma se descuida contra los deseos y su estabilidad se desmorona.
10.
De la necesidad de la discreción al cumplir
este ejercicio y de observar una justa medida.
San Basilio enseña que
este admirable ejercicio debe cumplirse con discreción y dentro de la justa
medida. Todas nuestras acciones deben estar sujetas a la razón por que si no,
las acciones que son buenas en sí mismas pueden volverse malas por estar hechas
en el tiempo inoportuno o en exceso. Pero cuando la razón fija tanto el tiempo
como la medida, entonces el beneficio que resulta es realmente estupendo. San
Juan Clímaco, haciéndose eco de las Escrituras, dice: “Hay un tiempo para todo
bajo el cielo: tiempo para el silencio y tiempo para una serena conversación,
tiempo para la oración ardiente y tiempo para la devota lectura del Oficio divino.
Porque si somos tentados por demasiado celo, tratamos de anticipar el momento
justo y nada se consigue. Pues hay un tiempo, para sembrar semillas de trabajo
y tiempo para cosechar gracia inefable”.
El gran Barsanufio
relata que un hermano había leído en el Paterikon, que el que desea la salvación
debe sufrir antes, a manos de otros hombres, vejaciones, insultos e ignominias
y otras tribulaciones a semejanza del Señor pendiente de la cruz, llegando así
al perfecto silencio; en otras palabras, a la completa mortificación. Y el staretz
le dijo: “Los Padres han hablado bien y así es”. En cambio, dijo a otro hombre:
“El silencio engendra la soberbia antes que el hombre se haya encontrado a sí
mismo”. Encontrarse a sí mismo significa ser perfecto en la humildad.
El pensar en Dios, es
decir, la oración mental, está por encima de otras acciones y es la principal
de todas las virtudes puesto que es amor a Dios. Pero los que tienen la
temeridad de introducirse en la presencia de Dios con arrogancia, deseando
conversar con Él y adquirir amistad con Él por la fuerza, son rápidamente
aniquilados por los demonios si se abandonan a ellos. Es prerrogativa de los
fuertes blandir la espada, esto es, la palabra de Dios, y luchar en la soledad
contra los demonios. Los principiantes y los débiles que buscan refugio en la fortaleza
del santo temor y declinan la lucha hasta que están preparados, evitan la
muerte.
Este conocimiento nos
debe preservar del error de querer elevarnos antes de nuestro progreso, a no
ser que descarguemos la venganza de nuestra alma y haciendo estragos en ella le
traigamos la perdición. Debemos seguir la senda recta en el tiempo oportuno
pues los escritos sagrados dan testimonio de que la recta senda no tiene
precipicios y el tiempo oportuno viene después de haber adquirido la sabiduría
en compañía de otros hombres. Para la recta senda se requiere que uno o a lo
más dos hermanos compartan nuestra misma habitación, de acuerdo con la
enseñanza de san Juan Clímaco que nos dice que hay tres formas excelentes de
vida monástica: la vida en soledad, cohabitación con uno o dos hermanos
observando silencio, y la vida en comunidad. La senda media, esto es, el
silencio en compañía de uno o dos hermanos, es la más practicable, pues es
peligroso para el hombre estar solo. Si está sumergido en la
acedia o vencido por el
sueño, la indolencia o la desesperación, no habría nadie para ayudarlo a
levantarse, y dice san Juan Clímaco, citando las palabras del mismo Salvador:
“Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, Yo estoy en medio de ellos”.
Los que están vencidos
por las pasiones espirituales no deben emprender la vida de silencio y menos
todavía la de soledad, dicen los Padres. Las pasiones espirituales son:
vanidad, presunción, malicia y otras parecidas. “Un hombre sujeto a estas
pasiones y que pretende vivir en silencio, es como el que salta de una nave y
trata de llegar a la playa en una tabla”, dice Juan Clímaco. Y el que todavía
es incapaz de purificarse del estiércol -esto es la pasión del cuerpo- debe
evitar buscar la soledad, excepto en ciertos momentos oportunos y siempre que
tenga un consejero espiritual, pues la soledad requiere el poder de un ángel.
Sabemos que los escritos santos alaban la vida de silencio con uno o dos
hermanos; yo mismo he sido testigo de esto en el Monte Athos y cerca de
Constantinopla, y en otros países existen muchos ejemplos de este modo de vida:
un staretz que es un guía espiritual, con uno o dos discípulos - o tres, si hay
necesidad - viviendo en silencio y cerca de él, para ser instruidos por medio
de conversaciones espirituales.
En cuanto a nosotros,
principiantes, que todavía no hemos adquirido la sabiduría, edifiquémonos y
defendámonos unos a otros porque está escrito que un hermano ayudado por su
hermano es como una ciudad fortificada. Sean los sagrados escritos nuestro
seguro maestro. Vivamos libres de toda vana agitación y de otras cosas que son
desagradables a Dios, y vivamos de acuerdo con sus mandamientos, proveyendo,
con el trabajo a nuestras necesidades. Y si fracasamos en esto, podemos aceptar
pequeñas dádivas, viendo en ellas la misericordia de Dios, pero tratando de
evitar cualquier exceso. Debemos rehuir, como si fueran veneno mortal, todas
las discordias, discusiones y litigios por causa de beneficios materiales y
cumplamos todo lo que sea del agrado de Dios: canto, oración, lectura, instrucción
espiritual, trabajo manual, y toda clase de servicio, viviendo en íntima
comunión con Dios. Así glorificaremos con nuestras buenas obras al Padre, al
Hijo y al Espíritu Santo, un solo Dios en la Santísima Trinidad, ahora y para
siempre, amén.
Nosotros los iletrados,
hemos escrito lo que está dentro de los recursos de nuestra pobre mente como un
memorandum para nosotros y para otros que tienen, como nosotros, necesidad de
instrucción, si es que lo desean. Y como dije antes, lo que enseño no viene de
mi propia sabiduría sino de los escritos inspirados por Dios a los ilustres
Padres. Porque lo que está escrito aquí es con la autoridad de los santos
escritos, y si hay algo de esto que no es del agrado de Dios o saludable para
nuestras almas debido a nuestra falta de sabiduría, no dejen que permanezca
sino hagan que se cumpla la voluntad de Dios, perfecta y bienhechora. En cuanto
a mí, pido perdón, y si hay alguno que conozca mejores medios y más prácticos
para cumplir todas estas cosas, que haga lo que crea conveniente, y nos
regocijará; y si alguien encuentra útil este escrito, que ore por mí, pecador,
para que merezca misericordia delante de Dios.
[ii] L.
BOUYER, Histoire de la spiritualité chrétienne t. 3: “La spiritualité orthodoxe
et la spiritualité protestante et anglicane”, p. 34. Aubier, 1965.
[iii] ORÍGENES,
Tratado de la oración, XII.
[iv] Regla,
2.
[v] Traducción
de María Luisa Luna. Buenos Aires – Argentina.
[vi] Abba
Agatón (siglo IV). Sus apotegmas se encuentran en la colección alfabética:
Cuadernos Monásticos 40, pp. 83-87; 1977.
[vii] Mt
3,10.
[viii]
BARSANUFIO (siglo VI). Recluso en el monasterio de Abba Séridos, en Gaza
(Palestina), autor de unas ochocientas cartas espirituales editadas en edición
francesa por REGNAULT-LEMAIRE-OUTTIER, Abbaye Saint-Pierre de Solesmes, 1972.
[ix] ISAAC
EL SIRIO (siglo VII). Obispo de Nínive, monje nestoriano, dejó numerosos
escritos ascético-místicos de gran valor religioso y poético.
[x] FILOTEO
del Sinaí (siglo XIV). Escritor ascético.
[xi] SAN
SIMEÓN EL NUEVO TEÓLOGO (siglo XI). Monje primero en Studion, luego Superior en
San Mammas (Constantinopla), autor de profunda religiosidad. Sus obras en
edición bilingüe han sido publicadas en la Colección Sources Chrétiennes,
Paris, Ed. du Cerf.
[xii] SIMEÓN
ESTUDITA (siglo XI). Monje del Monasterio de Studion, padre espiritual de san
Simeón el Nuevo Teólogo a quien inicia en la lectura de los Padres.
[xiii]
HESIQUIO DE JERUSALÉN (siglo V). Exégeta, autor de doscientos capítulos sobre
“Continencia y Virtud” citados por SAN JUAN CLÍMACO y SAN MÁXIMO EL CONFESOR.
[xiv] SAN
GREGORIO DEL SINAÍ (siglo XIV). Monje primero en la isla de Chipre, luego se
establece en la península del Sinaí pasando más tarde al Monte Athos. Eminente
restaurador de la oración hesicasta.
[xv] Jn
5,39.
[xvi] SAN
NILO define, siguiendo a San Juan Clímaco, los diferentes estadios del pecado.
[xvii]
SAN JUAN CLÍMACO (siglo VI-VII). Monje, primero ermitaño y luego Abad en el
Monasterio del Sinaí. Es uno de los primeros testigos de la oración de Jesús.
Autor de la “Escala Espiritual”, conjunto de treinta logoi, llamados luego
grados, por los cuales se asciende hacia Dios. En edición francesa por P.
DESEILLE, Abbaye de Bellefontaine, 1978, Colección Spiritualité Orientale, 24.
[xviii]
SAN NILO se refiere a los logismoi, pensamientos que distraen al monje de su
atención hacia Dios. Siguiendo a la tradición, centra aquí todo el trabajo del
monje: “La fuente y principio de todo pecado son los malos “logismoi” dice
Orígenes (In Ps. 20). Se identifican con las pasiones o vicios (Evagrio,
Casiano).
[xix] Apátheia
(impassibilitas): dominio sobre las pasiones, vuelta al estado primigenio del
hombre, al Adan apathes. Para Evagrio constituye “la salud del alma”, el estado
virtuoso en el cual todas las facultades humanas obran armoniosamente.
[xx] NILO
DEL SINAÍ (siglo V). Escritor ascético, discípulo de san Juan Crisóstomo.
[xxi] Esta
y otras expresiones como “llevar” o “sostener” la mente en el corazón, deben
entenderse literalmente: centrar la atención en la zona del corazón.
[xxii]
“Oración de Jesús”, principio e instrumento de la oración mental.
[xxiii]
Para una descripción más detallada de esta práctica hesicasta ver: Relatos de
un peregrino ruso, Buenos Aires, Editora Patria Grande, 1978.
[xxiv]
Acedia: tristeza respecto al bien divino del hombre, que paraliza y
descorazona; carencia de grandeza de ánimo que renuncia a la nobleza que obliga
de ser hijos de Dios.
[xxv] Troparios:
himnos de la Iglesia oriental.
[xxvi]
MARCOS EL ERMITAÑO (siglo V). Autor de tres escritos ascéticos de gran
prestigio. Fue anti-mesaliano.
[xxvii]
Escala Espiritual, obra de san Juan Clímaco, ver nota 12.
[xxviii]
Referencia a san PACOMIO, cuya regla le fue dictada por un ángel, según
PALADIO: Historia Lausíaca, cap.32.
[xxix]
Sobriedad (népsis): estado de vigilancia en el que la inteligencia es dueña de
sí, atenta a los posibles ataques del adversario (pensamientos). En la
espiritualidad rusa se emplea esta palabra para designar la vida ascética
espiritual.
[xxx] El
sistema de los ocho principales vicios o pasiones aparece primero en Egipto en
el uso monástico representado por Evagrio Póntico (s. IV), Nilo del Sinaí o J.
Casiano.
[xxxi]
Rm 14,2.
[xxxii]
Forma angélica: término corriente en la Iglesia oriental para designar el
estado monástico.
[xxxiii]
San BASILIO EL GRANDE (siglo IV). Obispo de Cesarea, gran teólogo e insigne
Pastor. Se lo considera padre del monacato oriental. Autor de las Reglas
Monásticas, editadas por L. Lébe, Abbaye de Maredsous, 1969.
[xxxiv]
Col 3,5.
[xxxv]
DOROTEO DE GAZA (siglo VI). Monje en el Monasterio del Abad Séridos
(Palestina), discípulo de Barsanufio y de Juan el Profeta. Fundó su propio
monasterio. Autor de “Instrucciones” y cartas, editadas en edición bilingüe por
Regnault-Préville, Paris, Ed. du Cerf, 1963, Colección Sources chrétiennes, 97.
[xxxvi]
Mt 5,44-45.
[xxxvii]
San JUAN CRISÓSTOMO (siglo IV). Obispo de Constantinopla, orador brillante. Es
uno de los cuatro grandes Padres de Oriente. Dejó una importantísima obra
exegética, teológica y espiritual. Gran propagador de la vida de perfección
[xxxviii]
Mt 24,29-31.
[xxxix]
San GREGORIO MAGNO (siglo VII), Papa. Sus obras teológicas y espirituales han
dejado su impronta en toda la Edad Media. Fue un gran difusor de la vida
monástica, y de la reorganización y renovación de toda la Iglesia.
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