Vida eremítica en la ciudad (parte 2)
Las ciudades
actualmente, al igual que el desierto de antaño, es un lugar de lucha entre el
bien y el mal, entre la justicia y la injusticia, en la solidaridad y el
individualismo, entre el uso responsable de los recursos y el consumismo, entre
otras.
Quienes optamos por
vivir como eremitas en la ciudad enfrentamos a diario estas luchas, y desde
estos contextos, comprendemos el lenguaje simbólico utilizado por los
escritores antiguos que narraban las luchas de los Padres del Desierto contra
las fuerzas del mal.
A esa lucha exterior se
suma la lucha contra aquellas cosas que
son parte de nosotros y que obstaculizan nuestro camino hacia Dios. Para los
monjes y las monjas eremitas, a diferencia de quienes viven en comunidad, la
soledad es permanente y si en ella no está Dios presente, la invaden los
recuerdos, los pensamientos, las fantasías; lo que los Padres del hesicasmo
llaman el “vagabundeo de los pensamientos”.
La ciudad, entonces,
nos enfrenta a una doble lucha, exterior e interior. Debemos superar los ruidos
exteriores y los interiores. Estamos enfrentados a imágenes exteriores y las
interiores. No es lo mismo ser eremita en el campo que en la ciudad. En el
campo los ruidos y las imágenes son de la naturaleza y nos contactan con Dios.
En la ciudad nos invaden las bocinas, los motores, las sirenas, las voces de la
gente, las propagandas; casi todo el entorno, nos invita a la estabilidad en la
ermita; y todo ese bullicio nos desafía a descubrir la presencia divina también
ahí, donde todo parece hostil, donde, como a San Antonio, los demonios lo
atacaba con gritos y gruñidos y otros tipos de ruidos y él permaneciendo en su
celda y en oración los venció.
En la ciudad, las
monjas y los monjes eremitas sentimos la necesidad de descubrir a Dios y
mantenernos en su presencia y protección durante toda la jornada. Si bien el
día transcurre entre todo ese bullicio y ahí también debemos buscar a Dios; la
noche es el tiempo privilegiado para el encuentro; en efecto, al iniciarse la
noche, los ruidos tienen a desaparecer, la ciudad comienza a entrar en calma y
nosotros a gozar del silencio que nos permite el encuentro; igualmente, la
madrugada, cuando aún la ciudad no ha despertado, es el tiempo favorable para
que podamos estar en la presencia divina, donde Oficio Divino, Lectio Divina,
oración personal se desarrollan en armonía con el entorno.
Pero también, en la
ciudad encontramos gran cantidad de insumos para nuestra oración, ella nos
proporciona situaciones, personas, hechos, noticias que nos invitan a orar,
bien dando gracias, bien intercediendo, bien pidiendo perdón.
Ser monje o monja en la
ciudad, es como el funcionario o funcionaria del municipio que enciende las luces
de las calles en la oscuridad de la noche; en efecto, las monjas y los monjes
señalan a la Iglesia y a la sociedad la presencia de Dios, en medio de “tantas
presencias de la ciudad”.
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