Nos esforzamos en buscar el silencio interior cuando los ruidos del entorno invaden nuestro espacio.
Nos hemos acostumbrado a vivir con ruidos. Llegamos a nuestro hogar y encendemos el televisor aunque no le prestemos atención. Cuando hacemos ejercicio o viajamos en transporte público escuchamos música con los auriculares. Cuando conducimos encendemos la radio. La calle está repleta de ruidos: bocinas, sirenas, motores, frenadas, gritos.
Las monjas y los monjes rodeamos nuestra vida de silencio como instrumento para escuchar la voz divina que nos habla. Benito de Nursia, comienza justamente su Regla para Monjes con la palabra: “Escucha” (RB. Prólogo, 1).
Toda la experiencia monástica es una búsqueda del silencio para desarrollar la capacidad de escucha. Sin embargo, el siglo XXI nos presenta nuevos desafíos. Muchas monjas y monjes, vivimos en la periferia de las ciudades o en el corazón de ellas. Los ruidos del entorno invaden nuestros espacios. Entre tantas voces, entre tantos ruidos, escuchar la voz divina no es fácil. Como Samuel podemos confundirnos (1Sam. 3).
Nuestro desafío es buscar el silencio interior. Discernir la voz divina entre tantas otras voces. Ciertamente, el desafío actual para la vida monástica, no es tanto de estar en silencio físico, sino en silencio interior.
Muchas veces Dios se manifiesta a través de quien menos esperamos (RB. 3,3). En la actualidad podría ser a través del chofer del ómnibus en el que viajamos al trabajo, o la cajera del supermercado en donde compramos nuestros alimentos, o en el niño que sube al ómnibus ofreciendo estampitas o almanaques, o en la mujer que visitamos en el hospital psiquiátrico, o en el enfermo terminal de SIDA …
El silencio interior nos capacita para discernir entre tantas voces, aquella que buscamos con todas nuestras fuerzas, la que da sentido a nuestra existencia, llena todos nuestros vacíos, ilumina todas nuestras oscuridades, satisface todas nuestras necesidades, hace fecunda nuestra soledad y solidario nuestro silencio (Is. 55,10-11).
La vida contemplativa nos capacita para descubrir la huella divina y seguirla, ahí donde se revela, para que transforme nuestra soledad en encuentro que fortalece y nuestro silencio en gozo que se comunica (Lc. 24,13-35).
Pero al silenciamiento exterior es necesario el silencio interior, lo que los Padres llamaron la “sobriedad”. El silencio interior es producto de un cuerpo y un espíritu pacificado, lo que los Padres llamaron “hesyquia”.
Para lograr el silencio interior necesitamos tener el control sobre nuestros pensamientos, siempre en ebullición, siempre distorsionados, siempre evitando el silencio porque allí nos encontramos con nosotros mismos, con nuestra real realidad, no con la que construimos para mostrar a otros, sino con lo que somos, tenemos y hacemos realmente. En ese cara a cara con nosotros mismos es posible identificar la huella de Dios, de quien somos imagen y semejanza (Gn 1,27).
Para lograr el silencio interior necesitamos también, perdonar y ser perdonados, pero sobre todo, perdonarnos. En efecto, si no perdonamos a quienes nos ofendieron o creemos que nos ofendieron, estaremos murmurando en nuestro interior, afectados por el mal momento vivido, con sentimientos de rabia, de ira o de venganza. Por otra parte, si no somos perdonados, si no buscamos el perdón de aquellas personas a quienes ofendimos o dañamos no tendremos paz porque el remordimiento se apoderará de nosotros. Pero lo más importante es perdonarnos a nosotros mismos. No somos perfectos, no logramos lo que proyectamos, no obtuvimos lo que aspiramos, no amamos lo que quisimos, no dijimos lo que debiéramos … necesitamos perdonarnos, sanarnos.
Podremos lograr el silencio exterior, pero si no alcanzamos el silencio interior, viviremos en el medio del bullicio y no lograremos entrar a la presencia de Dios, establecernos en ese lugar tan sagrado que debemos descalzarnos (Ex. 3:5), el lugar donde se revela la Divinidad (Ex. 3:6).
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